LA ÉPOCA DE LA CENSURA
Hay que reconocerlo. Los años ochenta fueron
una época excelente en lo que a libertad de expresión se refiere. Cualquiera podía
poner a caldo a políticos o expresar su opinión (aunque algunas fuesen
repugnantes) sin temor a sufrir represalias de ningún tipo. Cosas de la vida,
las redes sociales ni existían ni eran esperadas por nadie, porque la mayoría ni
tan siquiera sabían lo que era Internet.
La situación ha cambiado por completo. Hoy,
con el uso (y sin este) de las redes sociales, basta que tu opinión incomode o
no se esté de acuerdo con esta para que te etiqueten de chavista, populista,
separatista, machista, hembrista y todos los –istas y –fobos habidos y por
haber. Los que exigimos libertad de expresión somos, a su vez, los verdugos de
la misma cuando nos tocan la fibra ultra sensible (y en este apartado, me
incluyo yo). Ponemos el grito en el cielo cada vez que alguien dice algo que no
nos gusta, y es por esto que ya muchos gobiernos no echan mano de censores per
se: ya lo somos los ciudadanos en general.
Que etiquetemos sin conocer a las personas
(insisto, aquí me incluyo) es una prueba de que la estupidez humana no tiene
límites. El ser humano es tan tonto que somos la única especie animal que se
ataca a sí misma. Teniendo (en teoría) más inteligencia y raciocinio que el resto de las
especies, nos empecinamos en desconocer nuestra propia historia. Es también por
esta razón que tan dados somos a poner etiquetas. Nos olvidamos de que algunas
de estas, según en el contexto que se empleen y el tono con que se digan,
encierran un derroche de odio, ignorancia e intolerancia propios de la Edad
Media; y de paso, nos convierten en aquellos personajes y colectivos que
despreciamos.
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